Introducción
En el mundo empresarial abundan líderes que parecen más preocupados por cómo se ven que por lo que resuelven. Su habilidad no está en enfrentar la realidad, sino en maquillar cifras, acomodar discursos y presentar resultados que luzcan impecables. El problema es que detrás de esa fachada quedan insatisfacciones no atendidas, riesgos latentes y equipos cada vez más desconfiados.
En el artículo “¿Haces equipo o haces política?” planteamos la diferencia entre quienes construyen con su equipo y quienes juegan a la política, buscando visibilidad más que compromiso real. Y años antes, en “La trampa de los buenos vendedores”, advertimos sobre el riesgo de dar poder a quienes dominan la autopromoción, aunque carezcan de sustancia. Hoy ambos temas convergen en un mismo fenómeno: líderes que prefieren parecer exitosos en lugar de ser efectivos.
La ilusión de los buenos números
En muchas organizaciones existe un patrón preocupante: minimizar los problemas y maximizar los logros. El ejemplo típico aparece en las encuestas de satisfacción. Si un 30% de los colaboradores expresa estar insatisfecho, el discurso oficial no gira en torno a comprender esa inconformidad y atender sus causas, sino en presumir que “el 70% está satisfecho”.
El problema es que esta mirada parcial no soluciona nada. La incomodidad persiste, la confianza se erosiona y, tarde o temprano, esa “minoría” se convierte en una fuente de fuga de talento, de baja productividad y de conflictos internos. Pero mientras tanto, la narrativa pública luce impecable.
¿Compromiso con qué?
Quien lidera de este modo no está comprometido con la misión de la empresa ni con los objetivos colectivos, sino con su propia imagen. La prioridad no es la mejora continua, sino verse bien frente a sus jefes, a sus pares o incluso ante el consejo de administración.
Esto explica por qué muchas veces no son buenos jugadores de equipo: les interesa el resultado inmediato que les permite mantener su reputación, aunque ese resultado sea frágil, superficial o poco sostenible.
Política disfrazada de liderazgo
En el artículo “¿Haces equipo o haces política?” señalamos cómo algunos líderes están siempre presentes donde hay reflectores, pero ausentes donde existen problemas reales que atender. Saben gestionar percepciones, pero no necesariamente resultados.
Minimizar los problemas y maximizar los logros es justamente eso: hacer política en lugar de hacer equipo. La consecuencia es una organización con discursos motivacionales y presentaciones vistosas, pero con cimientos débiles que tarde o temprano se resquebrajan.
El riesgo de promover la apariencia
Ya hemos advertido antes en este blog sobre el peligro de ascender a quienes dominan la autopromoción, pero no necesariamente el liderazgo. El mismo riesgo aplica aquí: líderes que saben contar la historia conveniente —“somos un 70% de satisfacción”—, pero que carecen de la madurez para enfrentar lo incómodo.
Al final, lo que se premia es la habilidad de maquillar la realidad, no la capacidad de transformarla. Esto genera frustración en los equipos, que perciben que su esfuerzo genuino queda eclipsado por discursos vacíos.
Señales de alerta
Un equipo puede detectar fácilmente a este tipo de líderes cuando:
- Los informes destacan porcentajes positivos y relegan los negativos a una nota al pie.
- En reuniones, se narran anécdotas de éxito y se ocultan los errores o fracasos.
- Se descalifica a quien señala problemas porque “ensucia la buena imagen”.
- Se relativizan los riesgos: “no es tan grave, la mayoría está contenta”.
Estas actitudes van construyendo una cultura de complacencia, donde hablar con la verdad se castiga y lo importante es mantener las apariencias.
El costo real de maquillar
Minimizar problemas no los elimina, solo los posterga. La gente nota cuándo se ocultan datos incómodos y eso erosiona la confianza. Los colaboradores entienden rápidamente que lo importante no es mejorar, sino agradar al jefe o cuidar la reputación de la dirección.
Esto desmotiva a los que realmente quieren aportar, los hace sentir invisibles y abre la puerta a la fuga de talento más valioso: aquel que no busca maquillar, sino construir.
Liderar con madurez
La diferencia entre un líder auténtico y uno superficial se nota en cómo enfrentan la incomodidad. El auténtico reconoce la realidad, escucha a los insatisfechos y busca soluciones con el equipo. No presume el 70% satisfecho, sino que trabaja por entender al 30% que no lo está.
El verdadero liderazgo no consiste en brillar a pesar de los problemas, sino en hacer brillar al equipo a través de las soluciones. Porque, al final, lo que da credibilidad no es el porcentaje que mostramos en una gráfica, sino la confianza que generamos al enfrentar los retos con transparencia y valentía.
Conclusión
El liderazgo auténtico no se mide en cifras cuidadosamente seleccionadas ni en discursos que suenan bien. Se mide en la capacidad de mirar de frente lo incómodo, reconocerlo y trabajar con el equipo para superarlo. Un líder que maquilla problemas puede impresionar por un tiempo, pero un líder que los enfrenta construye credibilidad duradera.
La pregunta que queda abierta es simple: ¿queremos líderes que brillen en las presentaciones o líderes que construyan equipos sólidos capaces de crecer incluso en medio de las dificultades? Lo primero deja aplausos momentáneos; lo segundo deja legado.